Buho Nival

Tengo el esotérico gusto y natural deseo de buscar el terror, de salir por las noches a las místicas y venales vías de esta ciudad, donde su suave sortilegio de iglesias y pecados se conjugan con la misma esencia del Mirra que un Querubín deja flotando y el Vaho espumoso de un rio de concreto.

Es hermoso el temporal en lo impredecible, aquí cuando la luna se oculta tras los fantasmas nocturnos y los racimos de nube sujetan las fases monstruosa, el río de lo insospechado logra permutar la noche en un teatro de cortinas, que no dejan ver más allá de cuatro pasos, así como lo fue en aquella noche.

Me dejé llevar por el dócil vaivén de la luz intermitente y el escenario exacto para propender a la locura. Andaba dentro de las calles maltrechas y escondidas de mi espacio glacial y por rupturas insólitas de la ciudad “Carita de Dios”, donde caballeros, damas y fenómenos, aparecían destellando fulgores tétricos.

Estando bajo la influencia de la bohemia en los prados angélicos del alma de Quito, por donde la Basílica se levanta ante la vista de la Virgen Apocalíptica que mira al norte, escuché una melodiosa voz cantando a los sultanes del cielo, narrando en llanto tenue, la maldición de su destino...

Sus ventiscas musicales esparcían grumos de amor y pena.

Y aun cuando el canto era totalmente hermoso, no concebí de donde venía tan mítico recital. Pasé horas tratando de dar con la casa o con la persona que cantaba. Poco a poco escuchaba como los sonidos tomaban más fuerza y presentía de alguna manera que me esta acercando a ella, pero de pronto era el silencio y la escuchaba nuevamente… lejana.

Era incesante ese canto gutural y palatino, ese claro rastro de amor coreado, ese vértigo de indómitas palabras que clamaban por magia. Empecé a imaginármela, con su rostro pálido, sus ojos negros, su belleza exuberante, su cuerpo envuelto en misterio fulgurando sensualidad, perversión, esquizofrenia… su boca diáfana y amante.

Ese día, entonces, cansado de la búsqueda interminable y mirando que la Dama Ciudad se quejaba por proliferar en llanto, preferí encontrar refugio en el paredón de los sueños… fue el sueño más profundo, reparador y deliciosos de hace mucho tiempo.

La música de su voz y su cuerpo oscilando, me acunaba a la distancia; se orquestaba dentro de mi mente y durante toda la noche sus palabras de lamento. No pude dejar de soñar en formas, en caras, en cuerpos, en como podría ser ella…

Tarde me di cuenta, que sin saber su mortalidad, la amaba.

Días después y aun intrigado por el misterio de la voz cantante, me deslicé nuevamente por las calles que me entregaban el idilio imaginario. Superfluo para las horas, anacrónico como es mí estilo, vestido elegantemente y hediendo a peluquería, caminé por los vestigios de turno y me dejé llevar por el desastre.

Encontré en las mismas calles, pobreza, hambre, odio, pero la canción perduraba en lo tribal de su destino, sin embargo, cada vez que me acercaba, cambiaba de lugar. Así, pude ver recostado en la vereda a la injusticia, desdentados asaltando la luz de las estrellas, descalzos martillando el piso con sus plantas desnudas, prostitutas vendiendo calor en retazos de amor y odio. Fulgores y más fulgores de lo que pude ser una ciudad olvidada en el tiempo y olvidada por su mismo pueblo.

La propia ciudad, como su mismo nombre, parecen ser parte de una mítica y exuberante leyenda, ambas no existen, pero ambas pueden ser descritas, dentro de esa misma irrealidad… continué.

Lentamente caía la madrugada y el frío amenazaba congelarme. Pero al fin, pude escuchar la bellísima voz a escasos pasos de mí. Era en la calle Galápagos, por donde hoy resido. Un pordiosero me tomó por el pie de manera frenética y casi caigo metros adelante. Con ira regresé a verlo, sus ojos claros, perdidos, como locos, me asustaron, era un hombre viejo y harapiento, que me dijo:

  • No vaya_ con voz suplicante, apagada…

Su extraña apariencia y su voz amoratada, me llenaron de espanto y a la vez de ternura.

Al volver la vista adelante, escuchando los acordes hipnóticos, observé como un hombre se acercaba a la misma calle, buscando seguramente lo mismo que yo… lo miré desde lejos, casi a la marcha y perpendicularmente a mí. A la justa distancia donde las personas parecen ser del tamaño de un muñeco. Celoso de este personaje, empecé a correr, mientras en ecos se perdía las últimas palabras del viejo…

  • S e a r r e p e n t i r á

Me detuve a los pocos pasos de encontrarme con el tipo. Unos cuatro o cinco pasos exactamente. En ese instante presentí como el tiempo espacio colapsó… es una sensación similar al bullicio que uno está acostumbrado a soportar y que de pronto se queda callado.

Todo quedó en un espantoso silencio, sólo se escuchaba el crepitar de la farola esquinera, un susurro de gente a la distancia y el respirar agitado del tipo que espera escuchar, al igual que yo, la canción a la lejanía, pero esa vez… temblaba.

La bruma áspera resbaló por entre mis pies y la niebla más espesa se tomó por completo la calle entera… casi ya no podía ver al tipo. Se detuvo la brisa, la noche se tornó mucho más inmóvil que de costumbre y el terror empezó a invadir mi cuerpo por ondas de choque.

El ambiente se volvió de apoco más y más pesado, algo, que no se explicar bien, me decía que alguna cosa, en algún lugar, nos asechaba.

Me quedé completamente estático pues el espanto irrumpió en lo más hondo de mi ser. Lo que no le sucedió al otro sujeto, seguramente extasiado por la anterior cercanía de la voz y la desesperación de creerla perdida, o porque presentía, al igual que yo, ese algo extraño salivando por nuestra presencia.

Entonces, desde lo alto de la hermosa iglesia, una figura casi humana se deslizó por los frágiles cristales que no pude reconocer, rompía la garua inició y de entre la dócil luminosidad de la farola, como de la bulla sarcástica del pordiosero, poco a poco y sin hacer un solo ruido, como lo haría un búho nival, este ser se acercó a nosotros, despacio y sin prisa, con sus alas gigantescas y terrible belleza.

Desde donde estaba pude ver a este ser asestando sus terribles garras en el rostro del hombre que yacía frente a mí. Lo sacudió en el aire hasta matarlo. Unos fáciles hilos de carne unían la cabeza con el cuerpo y sus brazos como sus piernas se movían de un lado a otro, sin vida, desplazados por la furia en la que el cuerpo era sacudido.

Quieto y callado desde donde estaba yo, se coloreaba la vida en un tinte sempiterno y me salpicaba a los ojos… ellos no se negaban el ver, no podían renunciar verlo. La hermosa bestia en cuestión de segundos devoró por completo a su víctima., dejando solo de evidencia, un poco de ropa sucia.

Una fragante nube de vapores humanos se levantó, hedía a sangre el lugar, los ojos negros de la bestia me miraron… temblé por mi suerte, pero esos ojos glotones y muertos me demostraban saciedad.

Así, gravitando con el aroma de la ciudad que inundaba mi nariz en sus vapores infernales… desapareció.

No he vuelto a escucharla, ni verla, desde la rota pantalla de mi ventana espectral...

David Acosta.

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