Diana Herrera
Lencería…un vestido ceñido, tacones y partí. En la calle, apresurada, caminé hasta la esquina de la avenida. Ahí estaba él, vistiendo un traje negro, ahí, simplemente parado frente a mí. Nuestras miradas se cruzaron. Simuló no verme-como siempre- Caminó hacia su departamento. Lo seguí. Me esperaba en el tercer piso del edificio, justo en aquella puerta. Sostenía una copa de vino, invitándome a pasar.
Me senté en la vieja salita junto al corredor (a cinco pasos de su habitación) con una copa nerviosa en la mano derecha; la izquierda sujeta mi vientre para detener las cosquillitas por los nervios. Me miró, acariciándome el rostro penetrando sus ojos en los míos. Se arrodilló como un niño a súplicas, me besó retirándome la copa de la mano (entre angustia y excitación terminé por quedarme quietecita).
-Esta noche quiero ser la musa de todos tus deseos- le dije -Descansar sobre tu vientre y perderme en seguida. Deleitarme de tu sexo. Recorrerte todo, con mis manos, con mi boca. Cambiar tu respiración por jadeos. Recibirte abiertamente hasta que tus ansias se calmen, sintiéndome más tuya que nunca…
Quién hubiese dicho que mil horas, tres, cuatro... horas, fueron las mejores y las peores. Que yo haya disfrutado de un lobo que de mil maneras sedujo cada minúsculo rincón de mi cuerpo, de un predador asqueado después de haberme poseído. De su tacto, de su aroma, de su sexo tomándome como presa para construir sus más oscuros deseos. De sus manos que de pies a cabeza me volvieron una fiera. Sus dedos esculpiéndome un templo para condenar mis imperfecciones de mujer… Apuñalada por la espalda, con el pudor hecho trizas, me enfrenté a la puerta. Se despidió así, simplemente con un trago en una mano en son de brindis, un cigarrillo en la otra y una estúpida frase en italiano que nunca comprendí.
Y después de un “bumm” al cerrar la puerta, las lágrimas rodaron por millones sobre mis mejillas ardientes de odio, de nostalgia…bajé las escaleras del edificio…la última escalera. Sin más, las piernas respondieron arqueándose en una pequeña esquina, refugiadas entre mis brazos sintiéndose ¡puta, y re-puta por siempre!
Aún entre mis escritos recuerdo con frialdad y deseo compulsivos, tomando mi cuerpo como instrumento de mi próxima obra, aquella noche en la que decidí… noche a noche me pregunté si es que quise que me quiera. Si es que sus ansias fueron las mismas que las mías, si me disfrutó o me dominó, si me amó o me utilizó para satisfacerse. Me pregunté sobre la rutina diaria que tuvo con mi cuerpo, el fastidioso ego de su sexo sodomizando el mío, su ira delirante sin medir el dolor que me causó…Y yo, agonizante por tener este hombre bajo las sábanas repletas de su aroma, cada lágrima mientras su cuerpo y el mío estuvieron envueltos…
Repetí la misma escena el 9 de octubre (la que tiempo atrás no olvidé), con la mirada y risa psicópatas antes de volverlo a ver. Insinuante en silencio...
-Recógeme entre tus caderas- me dijo -lentamente aguarda hasta que mis fauces, como un lobo hambriento, caben en tu cuerpo. Quiero sentir tu pecho suave y complaciente. Rozarte al tibio sabor de aquella imagen de ninfa frenética. Enmudecerte toda y que tu cuerpo sea húmeda pradera donde degustaré cada recinto de tus formas de mujer.
En mi fragilidad de “ninfa” y de mujer, llevada por la calidez y el deseo de su sexo, y con la borrosa memoria de su repulsiva imagen recostada...Furia, deseo...
-Esta noche fui tu Némesis- le dije -aquella a la que le abriste paso a tu lascivia, tu locura. Reposaré en ti hasta que tus ansias se colmen de mi cuerpo. Amo el deleitarte por tenerme montándote y el disfrute de mis ojos excitados al verte morir...Hablaré de las ansias de las primeras veces en tu cuerpo y del aborrecimiento que emana tu sexo en zozobra. Lo perpetuo, la hermosa imagen de tus formas inmóviles y pálidas ante las mías. Descubrir que cada espacio ya muerto, es más precioso que tú mismo...
Conté: diez, nueve, ocho, siete...uno y cerooo, retirando mis manos de su tibio cuello. Me escabullí entre las sábanas con mi cuerpo desnudo, acariciando el pecho de Carlos (la misma escena que se había repetido anteriormente), esta vez yo, con un trago y un cigarrillo en las manos... abrí la puerta y con el mismo “bumm” al cerrarla caminé despacio y sonreí. Frenética y abrumada repetía su nombre hacia mis adentros...
Carlos, Carlos, Carlos, me quiere, no me quiere, ¿me quiere? si no me quiere... ¿se muere?