“Pero adentro nace un sol y yo no encuentro a mi amor.
Me acuesto repitiendo mis letras, y no duermo, y no sueño”
Andrés Caicedo, ¡Qué viva la música!
“Cada uno de nosotros procede de un extenso linaje de gente
destinada a no conocerse nunca entre sí”
Miranda July, Nadie es más de aquí que tú
Este es un relato que Karen comenzó a escribir y que decidí terminar, por el gran cariño que le tengo
Kenny
Daryl Hannah en un fotograma de Blade Runner
Se lamió los labios mientras pasaba un dedo por el ombligo desnudo. Ascendió por el borde de la camiseta rosando levemente los senos hasta llegar al cabello. Entornó los párpados y finalmente los abrió. La había sacado del sueño, el estruendo que producía el metro al pasar debajo de la antigua construcción. Vivía en un loft en el ático; tres pisos arriba del túnel y hasta allá llegaba la sensación de que el inmueble se vendría abajo cada vez que el metro hacía su recorrido. Se ajustó las pantaletas blancas e intentó que la blusa del mismo color le tapara el ombligo; tirando de ella hacia abajo, mientras se ponía de pie estirando las ágiles piernas y ajustando la vista a la oscuridad de la habitación. ¿Qué metro había sido? ¿El de las tres de la tarde? ¿El de las cinco tal vez? ¿El último en salir, el de las once de la noche? Ya no lo sabía; jamás abría la americana o consultaba el reloj.
Pensó en volver a esa casa lejos del centro, donde el metro no perturbaba los sueños de nadie y donde siempre sabía la hora. ¿Volver? ¿Para qué? Allá solo le esperaba un buen polvo y un frasco lleno de anfetas. Aquí tenía sedantes y un metro que la despertara; todo lo necesario para entregarse a la actividad que más le gustaba: dormir. Le gustaba su metro agitando las cucharas y las ollas. Le recordaba a Las Trillizas de Belleville en donde las casas parecían caerse cuando pasaba el tren. Siempre había un tren cerca en las casas donde transcurría la historia. Le gustaba esa película.
Abrió la alacena y buscó el desayuno. Todavía quedaba leche en polvo; amaba la leche en polvo. Había también mermelada de frutillas; le gustaba tanto la mermelada de frutillas. Había pan en rodajas; el pan le daba igual. Toda la diminuta alegría que la llenaba se vio rota cuando reparó en que quedaba apenas mermelada para untar sobre un pan. Cuando la mermelada se terminara tendría que salir a comprar más. Tendría que enfrentar ese miedo, esa fragilidad que la conmovía al punto de petrificarla. Giró la llave y dejó que el agua cayera descuidadamente sobre una tetera de esas que pitan cuando el contenido está hirviendo, la conectó; quería leche caliente.
Se dirigió al espejo de cuerpo entero que tenía frente a la cama en un abrir de piernas; como Daryl Hannah en Blade Runner, así se sentía; como una muñeca ágil en un cuarto lleno de polvo y penumbra, como una robotina llena de miedo. Jugó con su abdomen a hacer una gran boca que besaba su reflejo, por un rato. Tomó una silla y una peineta de la consola, se recogió el cabello dejando un mechón que caía sobre la frente. Sopló el mechón varias veces viéndolo subir y bajar. Rió frente al espejo. Se detuvo. Marcel era un gran sujeto y lo había amado, no estaba triste, no tenía nada que reprocharle; nada que desde lo que ella llamaba su “absurda ingenuidad” no considerara perfectamente humano y perdonable. Hacían el amor, tocaban guitarra, se drogaban, asistían a clases en la universidad y sin embargo, se había terminado. Un día salió de casa, conoció a un extraño, supo su nombre; Marcel, lo convirtió en su amor y un día así mismo se había terminado. La aterraba esa fragilidad de cómo dos personas pasan de ser extraños a saber sus nombres y a ser algo para el otro. Por qué no simplemente quedar de extraños. Cuál era el indescifrable mecanismo que obligaba a que las personas tuvieran que conocerse y por qué terminábamos siendo títeres de él. Absurdo. Prometió jamás salir a la calle, no conocer una sola persona más. No aprender un solo nombre más.
El pito de la tetera la sacó de ese pensamiento. Preparó la leche y untó la mermelada sobre el pan, dio dos mordiscos y tres tragos. Recordó su metro y pensó en Marcel. Si el siguiente fuera el metro de las siete, de seguro Marcel pasaría bajo su ático de camino a casa, estaban juntos. Miró el cable de la tetera aun conectada y se imaginó una chispa de corriente eléctrica viajar por centenares de casas hasta llegar con Marcel. Escuchó el grifo gotear y lo mismo sucedió con la gota de agua. Estaban juntos, pero a la vez estaban juntos con miles de desconocidos que habitaban la ciudad; en ello consistía la fragilidad que la aterraba. Dejó el pan a un lado y se dirigió decidida hacia la americana. La tocó con la yema de los dedos de arriba abajo. Miró de soslayo hacia el viejo teléfono de disco y de nuevo reparó en su temor. El teléfono repicó, no sin desconcierto; descolgó la bocina: ¿Clarís? Sí, soy yo… Estoy muy bien. ¿Más tarde? ¿Sí, por qué no? ¿En dónde siempre? Entonces nos vemos allí y te explico. ¿En una hora está bien? De acuerdo. Colgó, no sin asombro, no sin que dentro de ella hubiera nacido un sol.
Volvió a su americana y la abrió de un golpe, sin titubear. Eran las cinco de la tarde, hacía sol y olía a verano. Observó desde allí las montañas y los techos de otras viejas casas del centro. Bajó la mirada hacia la calle repleta de desconocidos. En la siguiente esquina, en esa que la vista ya no alcanzaba a cubrir; podría estar aquel que pasara de ser un extraño a ser su asesino, pero también su amor. ¿Y por qué no? Otro amigo que le alegrara la tarde; tan llena de día a día, o alguien amable a quien preguntarle la hora. Se vistió y abrió la puerta. Recordó comprar mermelada a su regreso, respiró hondo y salió. El siguiente metro en pasar sería el de las cinco y veinte.