Más sobre Gabriela Alemán, una bitácora de su experiencia en el encuentro literario B39

Aquí lo que Gabriela Alemán escribió sobre su experiencia en el Bogotá 39 para la revista Virtual del Colegio de Artes Liberales de la USFQ “Liberarte”

BOGOTÁ 39: TRES COSITAS NADA MÁS
Gabriela Alemán








Ante la pregunta insistente de quién era el papá (sic) que había que matar para escribir literatura en América Latina hoy en día, leí y escuché varias veces el nombre de Roberto Bolaño. Había argumentos a favor y otros en contra, Rodrigo Hasbún de Bolivia decía que él lo leyó en su adolescencia y era su principal referente latinoamericano; Iván Thays contó, en cambio, que cuando leyó a Bolaño, ya había publicado dos libros. Entre esos dos extremos hubo quién aseveró que era el referente y otros que simplemente no lo mencionaron, había demasiadas cosas sobre qué hablar. Y poco tiempo. El tiempo fue lo único que pareció faltar en Bogotá39. O así me lo pareció. Tal vez a otros no les faltó o hasta les sobró. Entre los treinta y ocho (no pudo llegar Junot Díaz de República Dominicana, aunque al segundo día ya tenía dos reemplazos: Julio Villanueva Chang, fundador de la excelente revista peruana Etiqueta Negra, que se adelantó a las jornadas organizadas por El Malpensante y que estuvo en el Hotel Suite Jones como uno más de los 39 y Gastón García, periodista argentino radicado en Barcelona, que hizo entrevistas para un catálogo sobre el encuentro pero que, en realidad, la misma tarde que llegó, se convirtió en otro más de los escritores), había varios expertos “encuentristas”. Yo no sabía qué esperar de Bogotá39. Había ido solamente a un encuentro literario como invitada y me imagino –porque no sabía cómo eran los otros- que ese fue bastante extraño. El Instituto de la Juventud Español (INJUVE) había invitado a más de cincuenta escritores iberoamericanos (es un decir, el requisito era haber publicado algo) menores de treinta años a un pueblo perdido en la mitad de la nada, la ciudad más cercana era Málaga que quedaba a más de dos horas, para vivir un mes ahí mientras cada semana llegaban cuatro escritores nuevos: Ana María Matute, Abel Posse, Jorge Amado, Tarik Alí, Goytisolo, Wole Soyinka, Juan José Arreola, Augusto Roa Bastos, José Saramago y un extensísimo e impresionante etcétera. Así que desayuné, almorcé, bebí y cené con premios Cervantes, Nobel y representantes del boom. Imagínense tener veintitrés años en un pueblo cerrado por el invierno (parecía más el montaje de un pueblo que un pueblo, al estilo Sergio Leone), con casas selladas y donde no vimos a más de treinta personas que vivieran ahí, uno por día, en un mes; había un solo bar (con diez cassettes en existencia) y donde medio centenar de poetas, ensayistas y narradores en ciernes y veinte escritores de más de sesenta años nos veíamos a diario, sin más actividad planificada que leer textos por las tardes y que los escritores-de-verdad opinaran sobre ellos. Más de uno se volvió loco, algún argentino dijo que tenía cosas más importantes que hacer y exigió a los organizadores que lo devolvieran en el primer avión a Buenos Aires. Aparte de los amigos que hice nunca me voy a olvidar de dos cosas: una canción que oímos, bailamos y terminamos por odiar (porque no había otra, porque éramos unos masoquistas de porquería y la poníamos una y otra vez), “No me importa nada” de Luz Casal y la tarde que Juan José Arreola, que a fin de cuentas era Juan José Arreola, contrató (o pidió o quién sabe qué hizo) una limosina y me metió dentro y le dijo al chofer que nos llevara al pueblo de Ronda, que quedaba como a cuatro horas de ahí, mientras su hija de cincuenta años gritaba y perseguía el auto, y él le insistía al conductor la importancia de meterle al acelerador; cuando llegamos al pueblo persuadió al portero (¡!) que abriera la Plaza de Toros y, una vez dentro, se sacó la capa y me pidió que le hiciera de toro. ¿Qué iba a hacer? Estaba en la mitad del ruedo, la arena de color ladrillo empapada de sangre olía a muerte y tenía a un semi-dios de metro cincuenta y pelo plateado en frente. Lo embestí y él ejecutó una verónica perfecta. No me imaginaba embistiendo a nadie en Bogotá, aunque me moría de ganas de conocer a Junot Díaz. Sólo las hipérboles sirven para describir el libro de cuentos (“Negocios”) que escribió a los veinte tantos años. Pero bueno, nunca llegó y no lo conocí. Pero sí conocí a un “chingo” de otros escritores que luego me dejaron tan boquiabierta al leerlos como cuando leí a Díaz hace tantísimos años ya.

El encuentro duró tres días, la idea que se habían formado los organizadores era que querían poner a la gente de Bogotá en contacto con los 39 escritores, o sea, había que transportarnos por la ciudad. Esa sabana inmensa donde viven doce millones de almas. Los viajes en esyuví, que duraban entre una y tres horas, fueron los momentos en que nos conocimos. Los encuentros con el público estaban planificados en universidades, colegios, bibliotecas, centros culturales, librerías, bares, salsotecas, malls y parques. Paraescoger. Y, si alguien no podía llegar, se publicó una antología (Bogotá39, Antología de cuento latinoamericano, Ediciones B, Bogotá, 2007) y las revistas Pie de Página y Arcadia dedicaron números enteros al encuentro; a más de eso, estaba la prensa escrita y la televisión que cubrió el evento. La ciudad entera estaba empapelada con gigantografías de B39. Impresionante. Slavko Zupcic, sentado en un rincón la noche que estuvimos en el Punto G (el bar del guionista de “Betty la fea”), me confesó que estaba un poco abrumado, nunca lo habían tratado como a una estrella de rock. Esa era la sensación generalizada; cuando los colombianos organizan algo, cualquier cosa, lo hacen en grande. El otro lugar para conocernos era el hotel, a la hora del desayuno. Y desde el tercer día (o el segundo desayuno juntos) todos notamos que algo extraño pasaba. El que mejor lo resumió fue Pablo Casacuberta cuando dijo que nunca había conocido gente que sonriera cuando tuviera resaca. Había una sensación de fin de siglo, de época, de algo. Se sentía demasiada camaradería, alegría de estar juntos. Sería la falta de tiempo, el tiempo que lo pudre todo, o que existía la sensación que de verdad algo bueno iba a salir de aquello. Aquello, siendo el encuentro. Aquello siendo que 38 escritores entre 26 y 39 años iban a encontrar algo en común, viniendo del cono sur o Centroamérica. Si alguien me hubiera preguntado (nadie lo hizo), no habría dudado ni un instante; habría dicho que Calamaro era lo que teníamos en común. “Creo que todos buscamos lo mismo, no sabemos muy bien qué es ni dónde está”. O simplemente todos estábamos fugándonos de algo y Bogotá era el oasis perfecto.

Los encuentros
Todo dependía de qué iban las charlas y dónde eran. A mí no me tocó ninguna que rezara, “El futuro de la literatura latinoamericana” aunque sí me preguntaron los chicos de la facultad de comunicación de la Universidad de los Andes, que hacían un documental sobre el evento, sobre ese futuro. Les respondí que recién me enteraba del presente (porque de los 39, en un rápido recorrido por librerías en Quito antes de agosto, sólo había encontrado libros de cuatro de los treinta y nueve). Me preguntaron por el boom, les dije que había leído a García Márquez y que me gustaba, al igual que Vargas Llosa; no me dejaron continuar. Me preguntaron si quería matarlos y me acordé de lo que dijo Antonio García Ángel, que García Márquez era algo así como su abuelo y uno no va por ahí matando a sus abuelos. Y sí, una los disfruta o les tiene miedo o aprende algo de ellos. Una de las charlas fue en un colegio de las afueras de la ciudad, viajé con Andrés Neuman, que recordaba con cariño Ecuador porque lo habían invitado hace poco para ser jurado del Premio de la Lira en Cuenca, y Daniel Mordzinski que lleva años fotografiando genialmente a escritores del mundo entero. Otra cosa que volvió entrañable y extraño al encuentro: todos los argentinos eran encantadores. ¿Los jurados colombianos se confabularon para que eso ocurriera? ¿Sería para que alguien no tuviera que recordarles el 5-0 en Buenos Aires? Bogotá39 estuvo tan bien organizado que no lo pondría en duda o, quizá, solo fuera una coincidencia. O quizá era el público que nos tenía a todos con el corazón en la mano. En ese encuentro, los colegiales habían llenado las paredes del salón de actos con acrósticos hechos con nuestros nombres: los de Antonio Úngar, Neuman y el mío. Omar Rincón, periodista especializado en televisión y varias veces profesor invitado de la U. Andina, fue el moderador. Después me confesó que se sorprendió de que nos importara la realidad latinoamericana, tenía entendido que a los “jóvenes” escritores sólo les interesaba lo global y lo cosmopolita. A quien le interese el tema les recomiendo el prólogo de Guido Tamayo a la antología de Ediciones B, entre otras cosas dice que para los B39, “la diversidad es el punto de encuentro”, lo que también aplica a sus gustos musicales, como se notó en Punto G. A Volpi le fascina la ópera; a Alejandro Zambra, Charly García cantando en inglés; Rodrigo Blanco se confesó apasionado de los Fania All Star mientras Santiago Nazarín pedía rock clásico a gritos. Nadie le hizo caso y creo que tiró la toalla cuando sonó Daniel Santos a pedido mío. Por lo menos le gusta la música rockolera al hijo de Laura Restrepo, que luego vino a tomarse una foto conmigo.

Y llovía, y llovía
Nunca paró de llover, ni dejó de sonar Julieta Venegas por las calles, taxis, buses y restaurantes de Bogotá en los cuatro días que estuvimos ahí. Una de las frases más escuchadas y que no registré hasta el regreso, decía, “debo confesar que nunca pensé que existía la felicidad”, o algo así. También al regreso, pero nunca en el momento, sentí que no me hubiera cambiado por nadie. Como si el haber estado ahí, me cambió. Una repentina recombinación de células, un estiramiento del cuello acompañado de un crack, un giro de los ojos hacia otro lado. Tal vez exagero, tal vez no pasó nada de eso. Tal vez sólo fueron cuatro días marcados por lluvia. Pero cuando volví, comencé a saquear mi propia biblioteca; encontré libros que no recordaba haber leído, a un Aira totalmente desconocido; encontré un libro de Chang que había comprado en el aeropuerto de Lima hace varios años y lo releí o lo leí por primera vez. Esa era la sensación: que hacía las cosas por primera vez. Como cuando una está enamorada. Había cosas que había olvidado y que ese encuentro me devolvió. El asombro. No me voy a olvidar nunca de las caras de los adolescentes del colegio a los cuarenta minutos de estar escuchándonos, aburridos, queriendo estar en cualquier sitio menos ahí y de pronto Neuman, el de la memoria prodigiosa, recitando un poema de Vallejo. El de su muerte. Todo cambió en el salón; dejaron de moverse, tenían los ojos clavados en Andrés, en las palabras que salían de su boca. Como flechas clavándoles el cerebro. Me había olvidado, salí mareada. Hablar, dos personas hablando y escuchándose. Iba atrás de Gonzalo Garcés y Daniel Alarcón, subíamos las gradas de un edificio, Gonzalo le preguntaba a Daniel cómo había hecho algo, no recuerdo qué, para que funcionara tan bien su cuento “Ausencia”. Lo hacía con real interés. Nunca había visto eso en Ecuador, eso entre dos escritores. Ese instante decidí que me caía bien Garcés. Y que Bogotá era irreal y que se estaba bien ahí. Aunque llovía y llovía en la Candelaria, en el Parque de la 39, en Montserrate, en el aeropuerto. Pero ni así, el avión despegó y se acabó el encuentro.

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