Yo le hice apretadita de cejas, desconcertada ante la franqueza, y él, todo bueno (y porque me quería), complementó: "pero ahora, después del contacto con esta agua, no lo eres más. Eres adorable". Y yo qué fue lo que no hice al oír semejantes alabanzas: me tiré vestida, elevé los brazos, no dejé de ver el césped de la espuma que producían mis embriagados movimientos chapoteantes. Era el río Pance de los tiempos pacíficos.
Entonces, como me les reí en la cara a mis amigas, fue diciéndoles: "¿piscina? Pero qué piscina teniendo allí no más en las afueras un don de la Naturaleza de agua entradora y cristalina, ¡buena para los nervios, para la piel!"
No me entendieron esa vez y ya no me entienden nunca, cuando me las encuentro acompañadas de sus mancitos que me parecen tan blancos, tan rectos, buenos para mí, que soy como enredadera de Nigth Club, y yo sé que piensan: "esa es una vulgar. Nosotras somos niñas bien. Entonces, ¿por qué coincidimos en los mismos lugares?". No voy a darles el gusto de responder a esa pregunta, que se la dejo a ellas. A cambio pienso en ese territorio de nadie que es el pedaci-to de noche atrapado por la rumba, en donde no ven nunca a nadie que goce más, a nadie más amada (superficial, lo sé, y olvido, pero ese es mi problema) y pretendida, y cuando se van temprano piensan: "¿hasta qué horas se queda ella?". Me quedo la última, pa que sepan, hasta que me sacan.
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