Historia del Caballero de la rosa y de la virgen encinta que vino de Liliput
Juan Carlos Onetti
Todo lo que fuimos sabiendo de ellos no tuvo interés para mí, hasta cerca de un mes después, cuando la pareja se instaló en Las Casuarinas.S upimos que habían estado en el baile del Club Progreso, pero no quién los invitó. Alguno de nosotros estuvo mirando bailar a la muchacha toda la noche, diminuta y vestida de blanco, sin olvidar nunca, cuando se aproximaba al largo y oscurecido mostrador del bar donde su marido conversaba con los socios más viejos e importantes, sin olvidar sonreírle con un destello tan tierno, tan espontáneo y regular, que se hacía imposible no perdonarla.En cuanto a él, lánguido y largo, lánguido y entusiasta, otra vez lánguido y con el privilegio de la ubicuidad, bailó solamente con las mujeres que podían hablarle —aunque no lo hicieran— de la incomprensión de los maridos y del egoísmo de los hijos, de otros bailes con valses, one-steps y el pericón final, con limonadas y clericots aguados.Bailó sólo con ellas y sólo aceptó inclinar unos segundos sobre hijas y solteras el alto cuerpo vestido de oscuro, la hermosa cabeza, la sonrisa sin pasado ni prevenciones, la confianza en la dicha inmortal. Y esto, con distracción cortés y de paso. Ellas, las vírgenes y las jóvenes esposas sanmarianas —cuenta el observador—, las que de acuerdo al breve vocabulario femenino no habían empezado aún a vivir y las que habían dejado prematuramente de hacerlo y rumiaban desconcertadas el rencor y la estafa, parecían estar allí nada más que para darle, sin falta, un puente entre mujeres y hombres maduros, entre la pista de baile y los incómodos taburetes del bar en penumbra donde se bebía con lentitud y se hablaba de la lana y el trigo. Cuenta el observador.Bailaron juntos la última pieza y mintieron tenaces y al unísono para librarse de las invitaciones a comer. El se fue inclinando, paciente y contenido, sobre las manos viejas que oprimía sin atreverse a besar. Era joven, flaco, fuerte; era todo lo que se le ocurría ser y no cometió errores.Durante la cena, nadie preguntó quiénes eran y quién los había invitado. Una mujer esperó un silencio para recordar el ramo de flores que había tenido la muchacha en el costado izquierdo del vestido blanco. La mujer habló con parsimonia, sin opinar, nombrando simplemente un ramo de flores de paraíso sujeto al vestido por un broche de oro. Arrancado tal vez de un árbol en cualquier calle solitaria o en el jardín de la pensión, de la pieza o del agujero en que estuvieron viviendo durante los días inmediatos al Victoria y que ninguno de nosotros logró descubrir.
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